viernes, 26 de agosto de 2011

Lo que ya se ha dicho sobre el matrimonio homosexual en Colombia

Ahora que la Corte Constitucional he pedido al congreso legislar sobre el matrimonio homosexual, Colombia seguirá siendo un país donde el Estado discrimina a quienes tienen una orientación sexual diferente a la impuesta por el cristianismo. No había pasado una semana desde el fallo de la corte y ya había un grupo de congresistas conservadores proponiendo un referendo para que sean los ciudadanos quienes decidan si los gays, lesbianas y transgeneristas pueden casarse o no, y otro anunciando un proyecto para evitar que las parejas homosexuales puedan conformar una familia.

En un país monstruosamente conservador como Colombia, las minorías nunca tendrán plenos derechos si éstos dependen de la aprobación de las mayorías. El prejuicio contra la población LGBT en Colombia es general. La mayoría de la gente señala y juzga al homosexual y se siente cómoda diciendo que le da “impresión” (si no asco) ver dos hombres besándose (ya no imaginárselos teniendo relaciones sexuales; sí, por el culo) y con machismo cobarde los hombres se creen razonables y muy masculinos diciendo que no tienen ningún problema con los gays “desde que no se metan” con ellos.

Ahora que gracias a las demandas hechas ante la Corte Constitucional por ciudadanos y organizaciones interesadas por la causa los LGBT empiezan a tener derechos civiles, todos los homofóbicos encuentran en sus prejuicios los argumentos para indignarse y quedar con la conciencia tranquila. No hablo de los grupos de ultraderecha que están creciendo en el país (no se puede discutir con quien tiene el odio como ideología), sino de la gran mayoría de gente en Colombia que se considera tolerante, que afirma y cree (o quiere creer) que no hay que discriminar por raza, credo u origen y, sin embargo, no están dispuestas a aceptar que dos personas del mismo sexo puedan convivir de la misma manera que un hombre y una mujer y formar una familia. Son ellos, que por cuenta de una incomodidad estúpida ante las relaciones sexuales diferentes, condenan a un sufrimiento innecesario a quienes se sienten atraídos por personas de su mismo sexo.

Se argumenta que las relaciones homosexuales van en contra de la naturaleza porque el sexo fue diseñado para procrear, que se trata del instinto de preservación de la especie o la manera de continuar el linaje de Adán y Eva. En ese caso, habría que prohibir el uso del condón, el sexo a las personas estériles, cualquier tipo de relación sexual distinta al coito (nada de sexo oral y nada de besos pues de éstas prácticas no van a nacer más niños para preservar la especie) y el sexo una vez pasada la edad reproductiva. Si vamos a hablar de cosas contrarias al instinto, mejor hablar del celibato de los líderes católicos que tanto predican sobre el sexo y la familia, cosas que juraron evitar conocer.

Se dice que si se acepta que una pareja del mismo sexo conforme una familia, los niños serían las primeras víctimas pues podrían ser adoptados por homosexuales quienes los degenerarán y los harán objeto de burla y rechazo en el colegio. Pero la verdadera desgracia que le puede ocurrir a un niño es crecer sin una familia, sin el afecto y seguridad que suele brindar un núcleo familiar. Según los estudios que se han hecho, crecer con padres homosexuales no causa ningún tipo de problema psicológico y la orientación sexual de los padres no determina la orientación sexual de los hijos (al fin y al cabo, los homosexuales son en su mayoría hijos de padres heterosexuales, ¿no?). Sin embargo, hay quienes parecen preferir que los niños crezcan en la calle o acogidos por el Instituto de Bienestar Familiar hasta cumplir los 18 años cuando tendrán que salir a arreglárselas con pocas probabilidades de éxito y sin el apoyo indispensable de una familia a que un niño sea adoptado por dos hombres o dos mujeres. Y si éstos niños eventualmente fueran discriminados en el colegio, el problema no serían sus padres homosexuales sino la sociedad que los discriminó a ellos en primer lugar. Y si resultaran homosexuales, sólo aquellos con prejuicios lo considerarían algo negativo, pues en una sociedad abierta ser homosexual, heterosexual, bisexual o travesti son formas de vida igualmente válidas.

La especie humana no se va a acabar por aceptar la homosexualidad como los más estúpidos han llegado a afirmar. Si algo necesitamos, es más gente que decida no tener hijos y adoptar a quienes no tuvieron la suerte de tener padres, sean del sexo, la raza, el origen o la orientación sexual que sea. En lugar de andar señalando y discriminando al gay de la oficina, al amanerado del colegio o al travesti del barrio, deberíamos defender sus derechos como defenderíamos los nuestros. No me imagino el infierno que debe ser despertarse sabiendo que la mayoría de la gente lo discrimina a uno sin ningún argumento real y le toque ocultar una parte esencial de su identidad para evitar ser rechazado. No hace falta hacer parte de la población LGBT para rechazar la discriminación. Ya es hora de que nos demos cuenta de lo necios que son los argumentos en contra de las familias homosexuales y aceptemos que nuestro rechazo a la diferencia es consecuencia de prejuicios que heredamos de una sociedad profundamente conservadora y excluyente. Cuando entendamos eso, los LGBT no dependerán de los derechos a cuentagotas que obtienen a través de demandas en lugar de una legislación clara y sin prejuicios como debería ser.

sábado, 6 de agosto de 2011

Play the Guitar Just Like Ringing a Bell


No importa quién inventó el rock n’ roll. Fijar una fecha o un artista no sirve para nada. Sin embargo, la opinión general es que Elvis, siendo el Rey, fue quien dio la forma a un nuevo estilo con sus raíces en el Blues y el R&B. Otros sienten que el mérito es de Little Richard, el Arquitecto del rock n’ Roll, quien en un artículo para la revista Rolling Stone aceptó su frustración por encontrar siempre su nombre por debajo del de Elvis, Los Beatles y Los Rolling Stones en las listas de figuras del rock. Pero para mí el primer músico que reunió todos los elementos que definen el género fue Chuck Berry: la interpretación en vivo de Johnny B. Goode es la mejor ilustración de lo que es el rock n’ roll.
En 1956 Little Richard ya interpretaba canciones como Tutti Frutti o Long Tall Sally con un pie encima del piano y ponía a la gente a bailar como loca, pero aun faltaba alguien que tocara la guitarra por todo el escenario como si fuera un arma de incitación al desorden y se metiera en líos con la policía. Y en 1958 Chuck Berry compuso Johnny B. Goode. Sólo tres años después de que comenzara el movimiento por los derechos civiles en Estados Unidos con el acto de resistencia de Rosa Parks en Alabama contra la segregación racial, Berry con las venas inflamadas en el cuello y su desordenado pelo lleno de sudor enloquecía a blancos y a negros con su guitarra Gibson y su duck walk. Elvis era ya una estrella establecida en la música y el cine, pero siempre fue demasiado niño bueno, patriota y conservador para encarnar el lado extremo del rock n’ roll como demostraría después yendo a Vietnam, dándole la mano a Richard Nixon para una foto y colaborándole en su campaña contra las drogas.
Si el Blues encarnaba la melacolía y el desarraigo de los esclavos, el rock n’ roll surgió en el momento en que los negros estadounidenses se emancipaban y exigían tener los mismos derechos que el resto. Esa explosión de rebeldía civil no habría tenido la magnitud que tuvo sin el rock n’ roll, y sin el despliegue de libertad que trajo el movimiento de los derechos civiles el rock n’ roll no habría significado lo que significó. Y quien mejor capturó esa energía en sus comienzos fue Chuck Berry, sobre todo cuando tocaba en vivo Johnny B. Goode como un demente. John Lennon lo puso así: "If you tried to give rock and roll another name, you might call it 'Chuck Berry'.” Marty McFly intentó robarle el crédito en Volver al Futuro cuando la introdujo al mundo por segunda vez en una de las mejores escenas de rock de todos los tiempos, pero ya todos sabíamos quién era Chuck y lo que había hecho.

jueves, 4 de agosto de 2011

Balada Triste de Trompeta (Alex de la Iglesia)

Durante la noche Javier se ha arreglado el maquillaje de payaso triste, se ha puesto ropa de Obispo y se ha hecho dos cortadas en la cara. Ha asesinado a su guardián y ha escapado. Camina por la calle con las vestiduras sagradas de payaso. Lleva una mitra morada y dorada con una gran cruz en el centro. Suena La quiero a morir. Avanza con las carrilleras de balas cruzadas en su pecho tambaleándose con una pistola en la mano apenas logrando contener el llanto. Francis Cabrel canta. Me cose unas alas y me ayuda a subir. A toda prisa. A toda prisa. La quiero a morir. Javier entra en el cine LUCHANAS. La música se corta y empieza otra canción. Están pasando la película Sin un Adiós. Es una escena donde Raphael canta vestido de payaso en un escenario de show televisivo. El público está en la sombra y el cantante en el centro alumbrado por un reflector con la nariz roja, maquillaje blanco y los ojos atravesados por líneas verticales como si fuera un gato. Vemos la espalda de Javier que mira un primer plano de Raphael cantando. Balada triste de trompeta. Por un pasado triste que murió. Y que llora. Y que gime. Cómo llora. Javier comienza a llorar parado en medio del corredor de la sala del cine. Una pareja de espectadores lo mira con recelo. Raphael gime sentado con la cara pegada al pabellón de una trompeta sobre una mesa. Las manos y el cuerpo le tiemblan a medida que sube el volumen de su voz hasta que ambos gritos se mezclan desesperadamente. El cantante gira la cabeza y ahora la trompeta parece estar gritándole al oído cada vez más fuerte. Javier hace muecas de dolor y cierra los ojos. La música se para. Raphael le habla. Javier, escúchame. Esa chica no te conviene. Es una buscona. Olvídala…No puedes andar por ahí ametrallando a la gente. Se oye una risa burlona. El padre, republicano juzgado por los falangistas, reaparece en la pantalla para exigir venganza una vez más. Acaba con ese canalla que no se la merece. Ella no me quiere, no soy gracioso. El humor es para los débiles. Si no se ríen, ¡acojónalos! Ya verás cómo funcionan. Haga usted el favor de salir de mi película. ¿Hijo mío, qué hace este tío metido en tu cabeza? Me gusta como canta. Recuerda tu destino. Sólo hay una manera de ser feliz.

Atahualpa Yupanqui recordado en París por Fito Páez

Fito Páez tocó en París por primera vez en marzo de este año. El concierto fue en una sala pequeña con capacidad para unas dos mil personas llamada La Alhambra cerca a la plaza de la República al este de la ciudad. La mayoría de asistentes, como era de esperar, eran jóvenes latinoamericanos. En el escenario sólo había un piano y un micrófono, y así fue durante todo el concierto. Hacia la mitad de un repertorio compuesto por sus clásicos, Páez habló de París. Dijo que era imposible tocar en esta ciudad sin rendir homenaje a quienes pasaron por allí en el pasado componiendo gran música y comenzó a interpretar “Los ejes de mi carreta” de Atahualpa Yupanqui, esa bella canción campesina e indígena que, en mi opinión, fue el mejor momento del concierto.

Se suele decir que en Argentina no quedaron indígenas, que los que sobrevivieron a la conquista fueron exterminados en el siglo XIX bajo políticas que llevarían a la naciente nación al progreso avaladas por la división de los pueblos en bárbaros y civilizados creada en Europa e impulsada por líderes como Facundo Quiroga. Aunque según las estadísticas hoy los indígenas en Argentina representan menos del uno por ciento de la población, siguen existiendo y su importancia en la historia nacional está seguramente subvalorada por cuenta del racismo histórico que continúa en toda América Latina y la vergüenza mal disimulada por la responsabilidad en la destrucción de las culturas americanas.

A comienzos del siglo XX con la llegada masiva de inmigrantes europeos al Río de la Plata, la identidad argentina se desestabilizó por el gran número de nuevos habitantes que no compartían la cultura ni la lengua. Entonces se recurrió a la figura del gaucho para crear un referente común que hiciera posible imaginarse una nación que los incluyera a todos. Por esta misma época, las personas que inspiraron el imaginario gauchesco, los hábiles jinetes campesinos de la Pampa, desaparecían. Y si los recién llegados eran blancos europeos, el gaucho que se extinguía era típicamente mestizo. Con el tiempo los mestizos se harían cada vez más escasos, pero la identidad argentina quedó atada a la mezcla de indio con español, aunque hoy muchos prefieran pensar que se trata de una nación europea en América.

No sé bien qué queda de lo indígena en Argentina. Intuyo que hay mucho por descubrir, pero oyendo a Fito Páez tocar esa canción sentado solo frente al piano con la garganta a punto de rasgarse sentí comprender algo de esa herencia oculta. A los indígenas los españoles los bautizaron por la fuerza con sus nombres, Héctor Roberto Chavero desanduvo el camino colonial y se hizo llamar Atahualpa Yupanqui. En quechua la palabra Yupanqui está relacionada con “decir” o “contar”, pero estas palabras no trasmiten la profundidad del sentido que tienen en las culturas amerindias donde la noción de escritura es otra y la oralidad tiene un rol quizás más importante en la preservación de las tradiciones. Atahualpa a su vez significa “Ave de la fortuna”. Así Atahualpa Yupanqui evoca a un ave que cuenta, un juglar con alas que nació en Argentina y vino a Francia a compartir su música y sus historias. En el concierto Fito Páez recorría sus pasos y cantaba “porque no engraso los ejes / me llaman abandonado / si a mí me gusta que suenen / pa’ que los quiero engrasar” reivindicando la belleza de aquello con lo que otros se fastidian. Los indígenas americanos perdieron una batalla importante en la creación de significado durante la conquista y venían perdiendo la guerra hasta hace poco. Hoy todos estamos entendiendo la belleza de la música que producen esos ejes donde antes sólo oíamos ruido. Fito Páez compartió algo de la herencia del indio Atahualpa Yupanqui en un sitio llamado La Alhambra, que en árabe significa “La roja”, como llamaron a la raza americana. Cuando escucho “Los ejes de mi carreta” sólo puedo pensar en la elegante cara gruesa de Atahualpa Yupanqui con su pelo engominado hacia atrás y la guitarra entre las piernas cantando con el peso grave de la Historia en su voz.

En una sala de conciertos de París con el nombre de la fortaleza roja de los musulmanes en Andalucía, Fito Páez tocó una canción campesina compuesta por un descendiente de las culturas americanas para unos cuantos jóvenes latinoamericanos. Un momento muy especial en un buen concierto.

Hemingway después de ver Midnight in Paris

De los personajes que Woody Allen escogió para recrear el París de los años 30 en su última película, Hemingway es el más atrayente. Él es la prueba de que es posible escribir bien y vivir al límite como si fuera posible conocerlo y hacerlo todo.

Hubo quienes creyeron que un gran artista debía renunciar a la vida: todo sacrificio era menor si era posible lograr una obra maestra. El resultado podía ser uno o varios libros buenos y una conducta autodestructiva que acababa por volver al escritor un amargado o un loco. Ahora los escritores malditos han pasado de moda. En América Latina el último fue Roberto Bolaño que por beber demasiado alcohol acabó enfermando del hígado. A punto de morir, no habría permitido a los médicos hacerle la cirugía que podría haberle salvado la vida por terminar su larguísima novela 2666. En el otro extremo está Borges que no hacía otra cosa que leer y cuando se quedó ciego se dedicó a recordar sus lecturas como si estuviera en una celda vacía que sólo se abría hacia adentro.

Hemingway no encaja en ninguno de los dos modelos. Él es la furia, el ímpetu y el coraje al borde del abismo pero siempre bajo un control que sólo hace posible la disciplina. Su lenguaje mesurado y sobrio es una manifestación de la vigilancia que ejercía sobre su vida y su escritura. Sus fotos no evocan la marginalidad que suelen evocar las de otros escritores importantes del siglo XX. No inspiran la debilidad enfermiza que se puede ver en las orejas afiladas y el mentón estrecho de Kafka, ni la gracia triste de payaso de Thomas Mann.

La mirada de Hemingway es segura, noble y atractiva. Si se piensa en las íconos del siglo pasado, la figura de Fidel Castro es una de las más imponentes. Pero el respeto que infunde un Castro alto y barbado en uniforme militar dispuesto a desafiar la autoridad de la potencia dominante palidece al posar en los años 60 junto a un Hemingway al que los años sólo le hicieron los ojos más profundos.

Hoy no parece haber muchos escritores con ganas de posar de dandis o malditos y, salvo por la tendencia al blazer con bluyín, la mayoría de escritores jóvenes podría pasar por cualquier otra cosa. Tampoco parecen pasar demasiado tiempo rodeados de libros en frenesí de lectores incansables. Me los imagino más bien leyendo un par de capítulos de algún libro por la tarde y luego saliendo a caminar hasta algún restaurante con su pareja o algún amigo. Dan la impresión de hacer en sus ratos libres lo mismo que el resto de la gente: ver películas, tomar cerveza en bares y jugar fútbol. Se supone que eso está bien. Lo importante de un escritor son sus libros y su vida debería ser irrelevante. Pero la lectura se disfruta más si el autor es atractivo también como persona. Así es más fácil releerlo y aprender de sus mejores pasajes. Esto es aún más cierto con Hemingway. Después de leerlo, queremos ser como él. Nos gustaría haber peleado en la Primera Guerra Mundial y habernos unido a las fuerzas republicanas para combatir a Franco. Queremos ser amados por bellas mujeres de carácter fuerte y sobre todo escribir bien sobre la guerra. Una lectura de Hemingway renueva la dignidad y las ganas de hacer algo con el tiempo.

Se especula que se suicidó cuando la edad lo hizo impotente. No es difícil entender que alguien como él que siempre se ufanó de su virilidad y su actitud temeraria terminara por matarse al sentirse envejecer. Pero no lo vemos arrastrado a la locura por la desesperación y disparando la escopeta en un arrebato momentáneo. Más bien nos lo imaginamos fumando con calma el último tabaco en la sala de su casa mientras oye a Louis Armstrong y piensa en el mar de Cuba. Está decepcionado pero no deprimido. Dispara la primera vez y no ocurre nada. Sonríe y piensa que no siempre es uno quien decide sobre su vida. Pero vuelve a intentarlo, esta vez con éxito. No me atraen los poetas malditos ni los escritores que se pasaron la vida metidos en una biblioteca. Prefiero la vida de Hemingway y su esfuerzo continuo para lograr una buena escritura. Sus libros son una buena manera de recordarse que la disciplina y el arrojo son la única manera de correr al borde del abismo y no caerse. Aunque a veces haya que tirarse.