sábado, 15 de diciembre de 2012

Las bromas de César Aira


Cuando vi a César Aira en el Festival del Malpensante del 2010 lo que más me llamó la atención fue su aspecto modesto, casi mediocre. Un poco alto, sin ser grande, con barriga de flaco, como si nunca hubiera hecho deporte en su vida. Caminaba despacio por el espacio de la librería donde se exhibían sus libros con las manos cruzadas por detrás de la cintura. Cuando lo miré sonrió ligeramente como si se apenara de estar ahí. Como si fuera un exceso o una falta de tacto dejarse ver en el lugar donde se vendían sus novelitas.

Yo acaba de descubrirlo y ya me había leído unos cuatro de sus libros. Quería acercármele y decirle algo. Lo que fuera. Sólo para sentirme más cerca de su obra. Tal vez para justificar mi autoridad como lector a través del contacto físico con el autor. No lo hice por pena. Porque sabía que en realidad no tenía nada que decirle, salvo que me gustaban sus libros y no quise parecer un lambón. Preferí otra pose igual de falsa, la de “fresco” arrogante que no se preocupa del notable escritor junto a él, pues le parece poco digno. 

Después lo oí hablar en uno de los conversatorios. No me acuerdo de gran cosa. Parecía aburrirse y evadía todo elogio diciendo que no hacía falta leerlo a él habiendo tantos escritores buenos. Cuando respondió a una encopetada dama bogotana una pregunta sobre cómo era la atmósfera que buscaba para escribir me quedé pensando en quién estaba hablando: no era claro si era César Aira, el tipo tímido que me había cruzado hace un rato en el otro pabellón o uno de los personajes o narradores de los libros que yo había leído. Le dijo a la señora que siempre escribía con las plumas más finas del mundo en un café de esquina de alguna ciudad literaria, como Buenos Aires o París. Parecía como si uno de sus inventos estuviera allí, en Bogotá, creándose en tiempo real. Burlándose del auditorio en su propia cara. Pensé que tal cliché tenía que ser mentira. Tenía que ser literatura. El que estaba hablando era el autor que se inventó. Y si fuera verdad que escribía así, igual no dejaba de ser una ficción. Lo que estaba diciendo era parte de sus libros. Aira no se acaba en sus uñas y sus libros son sólo emisiones de su propio reality show.

En El don de la vida Fernando Vallejo escribió este diálogo:

-       - Pero dígame una cosa maestro:
¿Cuándo usted dice “yo” en sus novelas es usted?
-       - No, es un invento mío. Como yo. Yo también me inventé.
-        
Ahí está cifrada la literatura de Aira. El “yo” de Aira de ese conversatorio es otro de sus inventos. El más importante de su literatura: el autor César Aira. Que es y no es César Aira. Su literatura interroga los límites entre autor, personaje, narrador, vida y obra.   

La mayoría de sus libros no parecen ser gran cosa cuando se consideran por separado. Hay que leer varios para entender o creer entender lo que está haciendo. Su escritura imparable se debe abordar desde una lectura igualmente compulsiva, de lo contrario su mejor efecto se pierde en la ilusión de estar frente a novelas autónomas. En su proyecto, el producto individual pierde importancia frente a la invención del autor César Aira y sus procedimientos. Aira no crea libros, (re)crea un autor. Quizás una variación del Pierre Menard de Borges, sólo que delirante y reivindicadora de la “mala” escritura. En su obra no importa lo creado, sino el creador y su mecanismo de creación. O mejor, la creación del creador. Como consecuencia, la búsqueda de la perfección da paso a la necesidad de no dejar de escribir. Para Aira la exigencia de calidad es un paralizante. Para poder escribir, descartó los criterios de excelencia y adoptó la fuga hacia delante. Lo importante no es escribir bien, sino no dejar de hacerlo. Poder inventar un libro nuevo cada vez que se acaba el anterior.   

Así, Aira privilegia lo nuevo sobre lo bueno. Su postura “vanguardista” anacrónica responde a su reivindicación de lo innovador. Para él, y tiene razón, las novelas buenas ya están escritas. No hace falta escribir más. Ya hay suficientes para no alcanzar a leerlas en una vida. Lo importante es inventar algo novedoso para que el arte continúe. Además, asegura, si algo se considera bueno es porque ya no es nuevo, pues ha sido comprendido y eso implica un envejecimiento, una pérdida del poder de sorprender. Por eso también prefiere lo malo a lo bueno. La figura del monstruo, que aparece con frecuencia en sus libros, es una de sus manifestaciones. Lo nuevo es monstruoso, pues no puede entenderse. Si el monstruo es entendido, es domesticado y pierde su capacidad de espantarnos. Ya no es nuevo.

Aira huye de los críticos literarios. Sabe que estudiarlo es domesticarlo, es de-monstrualizarlo. Y eso entraña el desvanecimiento de su poder literario. Él responde a esta amenaza escribiendo sin parar, dándole interminables giros a su poética y a su figura de autor, dejando falsas pistas para entorpecer su estudio, apareciendo siempre en otra parte, donde menos se lo espera. Su literatura es en ese sentido una gran broma. Una que nunca para, y donde la víctima es el lector que busca darle sentido a su obra.  

Él escritor es para él un contra-espía, y el espía le es antipático. Aquel defiende un secreto, el otro es un soplón. Un sapo. Un aguafiestas. El lector puede ser ingenuo y jugar el juego y disfrutar las historias que se le cuentan. O puede ser el niño malcriado que se mete detrás de la sábana del mago para revelar dónde tenía escondida la paloma.

Estudiar a Aira es destruirlo. Pero no hay opción. Si no se estudiara, el mecanismo se trabaría, su fuga hacia delante no tiene sentido sin un perseguidor. Y alguien tiene que hacer el papel del villano, del policía incompetente que escribe ensayos que el autor, es decir, la autoridad o, mejor, la anti-autoridad, ridiculizará en su próxima novela. Su obra sólo podrá ser comprendida cuando se muera o no pueda seguir escribiendo. Ahí su gracia se habrá acabado. Entonces llegarán los premios. 

Recomendado: - Cómo me hice monja
                            - Un episodio en la vida del pintor viajero

sábado, 17 de noviembre de 2012

Fabrizio de André



A pesar de ser relativamente poco conocido fuera de Italia, Fabrizio de André es uno de los cantautores más importantes del siglo XX. Quizás el mejor. Sus letras no tienen nada que envidiarle a las de Bob Dylan, Leonard Cohen o George Brassens y su voz y arreglos musicales son muy superiores. Además, en algunos de sus discos, en particular en Crêuza de mä, cantado en su lengua materna genovesa, creó un sonido único quizás sólo comparable en influencia en la World Music con Graceland de Paul Simon.

Los temas de sus textos a veces recuerdan los de Joaquín Sabina. No siempre tienen su sentido del humor, pero lo compensan con una profundidad y sutileza que rara vez alcanzan los del español. La libertad es tal vez el motivo central de su obra y aparece con frecuencia en la forma de personajes marginales: André crea imágenes de asesinos, vagabundos, emigrantes, indígenas y campesinos que gozan de un privilegiado sentido de la dignidad.

Sus críticas irónicas se afilaron contra la iglesia católica, la corrupción de la política y la hipocresía de los moralistas.  Y entre sus influencias literarias, está Álvaro Mutis. Tanto, que André reescribió el poema Desmedida Plegaria en su canción Smisurata Preghiera. El italiano también había quedado fascinado por Maqroll, que se la pasa contemplando el deterioro del mundo desde lo alto. Sin duda debió identificarse con esa figura solitaria, triste y observadora de Mutis y no pudo sino rendirle tributo.

Tal como lo veo yo, Dylan es sobre todo rocanrol, Sabina un vividor, y Guccini un guerrillero. Pero su música muere con el siglo XX. André es atemporal. Su música parece brotar de una época inexistente que, sin embargo, recordamos con nostalgia. En sus canciones están Petrarca y Boccaccio. Están la Biblia y el infierno dantesco. La guerra y los condenados que caminan al patíbulo, todavía enamorados. Infieles de Oriente cuya hospitalidad y gentileza insistimos en negar en estos tiempos. Y un Dios ocupado y cansado de escuchar los quejidos de la gente.

Hace unos ocho años cuando ponía el único disco que tenía de André. Mi abuela silbaba una de las canciones y decía que se la sabía porque era la de una telenovela que ella veía hace siglos con los hijos. No sé bien qué une a André, a Mutis y una telenovela latinoamericana, pero me alegra ver que los recuerdos de mi papá con mi abuela se unen con las canciones hermosas de André y los poemas de Álvaro Mutis. Algún sentido tendrá. 

Concierto - A Cumba

sábado, 3 de noviembre de 2012

Sabiduría indígena

Sólo después que el último árbol haya sido cortado,
Sólo después que el último río haya sido envenenado,
Sólo después que el último pez haya sido pescado,
Sólo entonces descubrirás que el dinero no se puede comer
Y que estos proverbios no sirven pa' un culo

jueves, 18 de octubre de 2012

El colegio


Enorgullecerse del colegio es la versión escolar del síndrome de Estocolmo

El proceso de paz en Colombia


El problema del proceso de paz en Colombia es que las FARC, cuando hablan, lo que dicen, aunque sea verdad, se vuelve mentira. 

sábado, 6 de octubre de 2012

50 años de Love Me Do


Comencé a bailar absolutamente desinhibido por los gritos de John Lennon, poniendo la canción en repeat para que la felicidad durara más tiempo. Rara vez he vuelto a bailar así y la verdad es que la mayoría de veces cuando bailo me siento como un tonto, síntoma de que no me conecto con la música. Pero en esa ocasión se trató de un vínculo inmediato, instintivo. Ahí estaba yo, solo, en el cuarto de mis papás, frente al televisor encendido sin volumen y de espaldas a la cama, en el espacio que ocupa un tapete “turco” rojo que existe desde que existo, moviendo la cabeza para todos lados y con ganas irreprimibles de tirarme al piso como un loco y gritar, mirándome al espejo grandísimo del tocador de mi mamá. Fue mi primera y más importante lección de rocanrol.

Tuvo que ser cuando tenía más o menos diez años porque mi hermano, que me lleva ese número de años, había comprado el álbum Anthology I que acababan de sacar con los bootlegs tempranos, y ese disco lo sacaron en el ‘95.

 Yo lo escuché por curiosidad. Estaba en el cuarto de mis papás y puse el primer disco. Adelanté la mayoría de canciones, un poco desilusionado de esa gran banda que se suponía tenía que gustarme y que no parecía nada del otro mundo. Quería que me gustaran. Al fin sonó Love me do, que me pareció la mejor. La escuché al menos tres veces, tratando de convencerme de que era muy buena y luego puse el segundo disco. Cuando escuché Twist and Shout los esfuerzos se acabaron. Fue esa la canción que recuerdo haber bailado con la mayor pasión de la que me creo capaz, y una de las pocas que todavía me ánima a mover la cabeza y los pies de buena gana (¡y qué si es un cover!).




Cuando uno escucha música, la cronología poco importa. Por esa época descubrí también Café Tacuba y con Los Beatles se volvieron mis grupos favoritos, o más bien mis discos favoritos (Re y Anthology I). La música lo atraviesa a uno, y cuando no ha escuchado ni sabe nada sobre las bandas, da igual que los Beatles sean de los años sesenta y Café Tacuba de los noventa y que unos sean ingleses y los otros mexicanos. Ambos son buenos y con ambos se puede bailar. Pero cuando se conoce más y más, para bien o para mal, un mapa musical se le crea a uno en la cabeza y entonces los grupos se organizan en tiempos y jerarquías personales.

Por eso cuando se cumplieron ayer los 50 años de Love me do, el primer sencillo de los Beatles, entendí la dimensión de la fecha. Haciendo malas cuentas, yo la escuché 33 años después de que salió. Pero lo magnífico es que ese día yo, solo en mi cuarto, a lo mejor después de volver de ese colegio que tanto odiaba, estaba sintiendo algo parecido a lo que debió sentir la generación de mis papás, la que se dejó el pelo largo, décadas antes cuando los Beatles empezaron a grabar y se presentaron en Estados Unidos en el show de Ed Sullivan. A uno no tienen que gustarles los Beatles para entender su magnitud o para que su revolución lo haya liberado de la música de salón. Ya existía el jazz y el blues, inlcuso Elvis, pero ningún otro grupo, ni de lejos, ha tenido la influencia de los Beatles. Lo de los Roling Stones es un fenómeno de barrio en comparación. Los Rolling Stones sacudieron Londres y se convirtieron en una gran banda. Los Beatles fueron una bomba atómica cuyas esquirlas siguen cayendo en todos lados, sobre todo en los que hasta ahora los oyen por primera vez, como yo hace 17 años. Las alegrías de muchos de nosotros coinciden con el calendario de los Beatles. Por eso vale la pena recordar.