Enorgullecerse del colegio es la
versión escolar del síndrome de Estocolmo
jueves, 18 de octubre de 2012
El proceso de paz en Colombia
El problema del proceso de paz en Colombia es que las FARC, cuando
hablan, lo que dicen, aunque sea verdad, se vuelve mentira.
sábado, 6 de octubre de 2012
50 años de Love Me Do
Comencé
a bailar absolutamente desinhibido por los gritos de John Lennon, poniendo la
canción en repeat para que la felicidad durara más tiempo. Rara vez he vuelto a
bailar así y la verdad es que la mayoría de veces cuando bailo me siento como
un tonto, síntoma de que no me conecto con la música. Pero en esa ocasión se
trató de un vínculo inmediato, instintivo. Ahí estaba yo, solo, en el cuarto de
mis papás, frente al televisor encendido sin volumen y de espaldas a la cama,
en el espacio que ocupa un tapete “turco” rojo que existe desde que existo, moviendo
la cabeza para todos lados y con ganas irreprimibles de tirarme al piso como un
loco y gritar, mirándome al espejo grandísimo del tocador de mi mamá. Fue mi
primera y más importante lección de rocanrol.
Tuvo que ser cuando tenía más o menos diez años porque mi hermano, que me lleva ese número de años, había comprado el álbum Anthology I que acababan de sacar con los bootlegs tempranos, y ese disco lo sacaron en el ‘95.
Yo lo escuché por curiosidad. Estaba en el
cuarto de mis papás y puse el primer disco. Adelanté la mayoría de canciones,
un poco desilusionado de esa gran banda que se suponía tenía que gustarme y que
no parecía nada del otro mundo. Quería que me gustaran. Al fin sonó Love me do,
que me pareció la mejor. La escuché al menos tres veces, tratando de
convencerme de que era muy buena y luego puse el segundo disco. Cuando escuché
Twist and Shout los esfuerzos se acabaron. Fue esa la canción que recuerdo
haber bailado con la mayor pasión de la que me creo capaz, y una de las pocas
que todavía me ánima a mover la cabeza y los pies de buena gana (¡y qué si es un cover!).
Cuando
uno escucha música, la cronología poco importa. Por esa época descubrí también
Café Tacuba y con Los Beatles se volvieron mis grupos favoritos, o más bien mis
discos favoritos (Re y Anthology I). La música lo atraviesa a uno, y cuando no
ha escuchado ni sabe nada sobre las bandas, da igual que los Beatles sean de
los años sesenta y Café Tacuba de los noventa y que unos sean ingleses y los
otros mexicanos. Ambos son buenos y con ambos se puede bailar. Pero cuando se conoce
más y más, para bien o para mal, un mapa musical se le crea a uno en la cabeza
y entonces los grupos se organizan en tiempos y jerarquías personales.
Por
eso cuando se cumplieron ayer los 50 años de Love me do, el primer sencillo de
los Beatles, entendí la dimensión de la fecha. Haciendo malas cuentas, yo la
escuché 33 años después de que salió. Pero lo magnífico es que ese día yo, solo
en mi cuarto, a lo mejor después de volver de ese colegio que tanto odiaba,
estaba sintiendo algo parecido a lo que debió sentir la generación de mis papás,
la que se dejó el pelo largo, décadas antes cuando los Beatles empezaron a
grabar y se presentaron en Estados Unidos en el show de Ed Sullivan. A uno no tienen
que gustarles los Beatles para entender su magnitud o para que su revolución lo
haya liberado de la música de salón. Ya existía el jazz y el blues, inlcuso
Elvis, pero ningún otro grupo, ni de lejos, ha tenido la influencia de los
Beatles. Lo de los Roling Stones es un fenómeno de barrio en comparación. Los Rolling
Stones sacudieron Londres y se convirtieron en una gran banda. Los Beatles
fueron una bomba atómica cuyas esquirlas siguen cayendo en todos lados, sobre
todo en los que hasta ahora los oyen por primera vez, como yo hace 17 años. Las
alegrías de muchos de nosotros coinciden con el calendario de los Beatles. Por
eso vale la pena recordar.
martes, 2 de octubre de 2012
El mito de Joaquín Sabina
La carrera musical de Joaquín Sabina empezó pocos años
después de regresar a España. Se había exiliado en Londres a comienzos de los
años setenta huyendo del régimen de Franco, si uno cree en la leyenda (mejor dicho,
Wikipedia), luego de lanzar un coctel molotov contra un banco en Granada en una
protesta por la condena a muerte de unos etarras acusados de asesinar a tres
personas. Según cuenta, su madre fue franquista hasta esa fecha, cuando el
regreso de su hijo veinteañero comenzó a depender del fin del régimen y se
dedicó a rezar para que el general muriera pronto. Su padre, que era policía,
murió, según él, sin descendencia.
De los años en Londres, donde probablemente se agudizaron
sus vicios de bohemio, se conserva una foto donde se lo ve tan flaco como
siempre con una barba abundante sentado en el piso de un cuarto estrecho
tocando una guitarra acústica. Por esa época estaba componiendo algunas de las
canciones que más tarde grabaría en sus primeros discos. Sabina niega la
paternidad de cualquier canción anterior al álbum Malas Compañías que incluye
Calle Melancolía, su primer éxito, pero ya había sacado otro disco dos años
antes, Inventario, en donde se destaca Tratado de impaciencia No. 10, así como
una canción muy chistosa, sin quererlo, sobre un hincha furibundo.
Me parece que en su música, Sabina procura sobre todo la
creación de un mito de cantautor (de ahí su rabia por la portada de Física y
Química que lo muestra como un profesor) y ese primer disco fantasma, que no se
consigue sino en versión pirata en internet, no encaja bien en la construcción
de esa figura de compositor maldito y vividor que se ha dedicado a propagar
durante más de treinta años. Si bien ese primer disco anuncia sus obsesiones, también
muestra una faceta quizás demasiado cursi de la que probablemente se
avergüenza.
El Sabina de las canciones y las entrevistas es rojo,
bohemio, mujeriego, mariachi, flamenco, hincha del atlético, amante apasionado,
verdugo, pirata, mal bailarín, tanguero, amigo de Fidel y Serrat, y, sobretodo,
conversador y aspirante a poeta de rocanrol. Sus letras son las mejores de la
música en español y ha influenciado a muchos cantantes de América Latina y
España, entre ellos, a Andrés Calamaro, Fito Páez, Julieta Venegas, Estopa, Cristina
y los subterráneos, Fito Cabrales y (¡ay!) Juanes. Su amistad con Joan Manuel
Serrat es bien conocida (a pesar de que Sabina se la pasaba hablando mal del
catalán antes de conocerlo en persona), y ha terminado en varias colaboraciones e incluso
en una magnífica gira en conjunto en donde intercambiaban y cantaban a dueto lo
mejor de sus repertorios, a la que llamaron “Dos pájaros de un tiro” y cuyo
afiche, un dibujo de un cuervo de dos cabezas, lo diseñó el “negro” Fontanarrosa
no mucho antes de morirse. Hace unas semanas, cuando se conoció la noticia
sobre la muerte de Chavela Vargas, publicó una conmovedora elegía para su amiga
del alma, quien allá en su infancia también adoptó la cultura mexicana como
propia y con quien grabó la canción Noche de bodas.
¿Por qué escribo esta nota dispersa? Creo que por placer. Y porque después de pasar años escuchando su música sin cansarme me dan ganas de decir algo, de hacer parte de su música, así sea con un comentario marginal. Pero además porque me parece que su lugar en la música en español es único. Sabina nunca fue ni un verdadero rocanrolero ni un verdadero poeta, pero logró combinar con éxito su pasión por Bob Dylan y Cervantes, por José Alfredo Jiménez y Quevedo, por Gardel y el Blues, por los Beatles y Frank Sinatra. En sus canciones evoca con entusiasmo la mayoría de géneros de Europa y América. Junto a Pancho Varona y Antonio García de Diego ha compuesto cientos de canciones donde se mezclan e intercambian el rocanrol, las rancheras, el flamenco, el rap, el vals, el tango y el bolero, sin ninguna intención de pureza. La música de Sabina es tan mestiza como el mundo. De ahí que escucharlo, aun con su monótona voz, sea una lección de amor por la diversidad.
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