Comencé
a bailar absolutamente desinhibido por los gritos de John Lennon, poniendo la
canción en repeat para que la felicidad durara más tiempo. Rara vez he vuelto a
bailar así y la verdad es que la mayoría de veces cuando bailo me siento como
un tonto, síntoma de que no me conecto con la música. Pero en esa ocasión se
trató de un vínculo inmediato, instintivo. Ahí estaba yo, solo, en el cuarto de
mis papás, frente al televisor encendido sin volumen y de espaldas a la cama,
en el espacio que ocupa un tapete “turco” rojo que existe desde que existo, moviendo
la cabeza para todos lados y con ganas irreprimibles de tirarme al piso como un
loco y gritar, mirándome al espejo grandísimo del tocador de mi mamá. Fue mi
primera y más importante lección de rocanrol.
Tuvo que ser cuando tenía más o menos diez años porque mi hermano, que me lleva ese número de años, había comprado el álbum Anthology I que acababan de sacar con los bootlegs tempranos, y ese disco lo sacaron en el ‘95.
Yo lo escuché por curiosidad. Estaba en el
cuarto de mis papás y puse el primer disco. Adelanté la mayoría de canciones,
un poco desilusionado de esa gran banda que se suponía tenía que gustarme y que
no parecía nada del otro mundo. Quería que me gustaran. Al fin sonó Love me do,
que me pareció la mejor. La escuché al menos tres veces, tratando de
convencerme de que era muy buena y luego puse el segundo disco. Cuando escuché
Twist and Shout los esfuerzos se acabaron. Fue esa la canción que recuerdo
haber bailado con la mayor pasión de la que me creo capaz, y una de las pocas
que todavía me ánima a mover la cabeza y los pies de buena gana (¡y qué si es un cover!).
Cuando
uno escucha música, la cronología poco importa. Por esa época descubrí también
Café Tacuba y con Los Beatles se volvieron mis grupos favoritos, o más bien mis
discos favoritos (Re y Anthology I). La música lo atraviesa a uno, y cuando no
ha escuchado ni sabe nada sobre las bandas, da igual que los Beatles sean de
los años sesenta y Café Tacuba de los noventa y que unos sean ingleses y los
otros mexicanos. Ambos son buenos y con ambos se puede bailar. Pero cuando se conoce
más y más, para bien o para mal, un mapa musical se le crea a uno en la cabeza
y entonces los grupos se organizan en tiempos y jerarquías personales.
Por
eso cuando se cumplieron ayer los 50 años de Love me do, el primer sencillo de
los Beatles, entendí la dimensión de la fecha. Haciendo malas cuentas, yo la
escuché 33 años después de que salió. Pero lo magnífico es que ese día yo, solo
en mi cuarto, a lo mejor después de volver de ese colegio que tanto odiaba,
estaba sintiendo algo parecido a lo que debió sentir la generación de mis papás,
la que se dejó el pelo largo, décadas antes cuando los Beatles empezaron a
grabar y se presentaron en Estados Unidos en el show de Ed Sullivan. A uno no tienen
que gustarles los Beatles para entender su magnitud o para que su revolución lo
haya liberado de la música de salón. Ya existía el jazz y el blues, inlcuso
Elvis, pero ningún otro grupo, ni de lejos, ha tenido la influencia de los
Beatles. Lo de los Roling Stones es un fenómeno de barrio en comparación. Los Rolling
Stones sacudieron Londres y se convirtieron en una gran banda. Los Beatles
fueron una bomba atómica cuyas esquirlas siguen cayendo en todos lados, sobre
todo en los que hasta ahora los oyen por primera vez, como yo hace 17 años. Las
alegrías de muchos de nosotros coinciden con el calendario de los Beatles. Por
eso vale la pena recordar.
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