La carrera musical de Joaquín Sabina empezó pocos años
después de regresar a España. Se había exiliado en Londres a comienzos de los
años setenta huyendo del régimen de Franco, si uno cree en la leyenda (mejor dicho,
Wikipedia), luego de lanzar un coctel molotov contra un banco en Granada en una
protesta por la condena a muerte de unos etarras acusados de asesinar a tres
personas. Según cuenta, su madre fue franquista hasta esa fecha, cuando el
regreso de su hijo veinteañero comenzó a depender del fin del régimen y se
dedicó a rezar para que el general muriera pronto. Su padre, que era policía,
murió, según él, sin descendencia.
De los años en Londres, donde probablemente se agudizaron
sus vicios de bohemio, se conserva una foto donde se lo ve tan flaco como
siempre con una barba abundante sentado en el piso de un cuarto estrecho
tocando una guitarra acústica. Por esa época estaba componiendo algunas de las
canciones que más tarde grabaría en sus primeros discos. Sabina niega la
paternidad de cualquier canción anterior al álbum Malas Compañías que incluye
Calle Melancolía, su primer éxito, pero ya había sacado otro disco dos años
antes, Inventario, en donde se destaca Tratado de impaciencia No. 10, así como
una canción muy chistosa, sin quererlo, sobre un hincha furibundo.
Me parece que en su música, Sabina procura sobre todo la
creación de un mito de cantautor (de ahí su rabia por la portada de Física y
Química que lo muestra como un profesor) y ese primer disco fantasma, que no se
consigue sino en versión pirata en internet, no encaja bien en la construcción
de esa figura de compositor maldito y vividor que se ha dedicado a propagar
durante más de treinta años. Si bien ese primer disco anuncia sus obsesiones, también
muestra una faceta quizás demasiado cursi de la que probablemente se
avergüenza.
El Sabina de las canciones y las entrevistas es rojo,
bohemio, mujeriego, mariachi, flamenco, hincha del atlético, amante apasionado,
verdugo, pirata, mal bailarín, tanguero, amigo de Fidel y Serrat, y, sobretodo,
conversador y aspirante a poeta de rocanrol. Sus letras son las mejores de la
música en español y ha influenciado a muchos cantantes de América Latina y
España, entre ellos, a Andrés Calamaro, Fito Páez, Julieta Venegas, Estopa, Cristina
y los subterráneos, Fito Cabrales y (¡ay!) Juanes. Su amistad con Joan Manuel
Serrat es bien conocida (a pesar de que Sabina se la pasaba hablando mal del
catalán antes de conocerlo en persona), y ha terminado en varias colaboraciones e incluso
en una magnífica gira en conjunto en donde intercambiaban y cantaban a dueto lo
mejor de sus repertorios, a la que llamaron “Dos pájaros de un tiro” y cuyo
afiche, un dibujo de un cuervo de dos cabezas, lo diseñó el “negro” Fontanarrosa
no mucho antes de morirse. Hace unas semanas, cuando se conoció la noticia
sobre la muerte de Chavela Vargas, publicó una conmovedora elegía para su amiga
del alma, quien allá en su infancia también adoptó la cultura mexicana como
propia y con quien grabó la canción Noche de bodas.
¿Por qué escribo esta nota dispersa? Creo que por placer. Y porque después de pasar años escuchando su música sin cansarme me dan ganas de decir algo, de hacer parte de su música, así sea con un comentario marginal. Pero además porque me parece que su lugar en la música en español es único. Sabina nunca fue ni un verdadero rocanrolero ni un verdadero poeta, pero logró combinar con éxito su pasión por Bob Dylan y Cervantes, por José Alfredo Jiménez y Quevedo, por Gardel y el Blues, por los Beatles y Frank Sinatra. En sus canciones evoca con entusiasmo la mayoría de géneros de Europa y América. Junto a Pancho Varona y Antonio García de Diego ha compuesto cientos de canciones donde se mezclan e intercambian el rocanrol, las rancheras, el flamenco, el rap, el vals, el tango y el bolero, sin ninguna intención de pureza. La música de Sabina es tan mestiza como el mundo. De ahí que escucharlo, aun con su monótona voz, sea una lección de amor por la diversidad.
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