jueves, 4 de agosto de 2011

Hemingway después de ver Midnight in Paris

De los personajes que Woody Allen escogió para recrear el París de los años 30 en su última película, Hemingway es el más atrayente. Él es la prueba de que es posible escribir bien y vivir al límite como si fuera posible conocerlo y hacerlo todo.

Hubo quienes creyeron que un gran artista debía renunciar a la vida: todo sacrificio era menor si era posible lograr una obra maestra. El resultado podía ser uno o varios libros buenos y una conducta autodestructiva que acababa por volver al escritor un amargado o un loco. Ahora los escritores malditos han pasado de moda. En América Latina el último fue Roberto Bolaño que por beber demasiado alcohol acabó enfermando del hígado. A punto de morir, no habría permitido a los médicos hacerle la cirugía que podría haberle salvado la vida por terminar su larguísima novela 2666. En el otro extremo está Borges que no hacía otra cosa que leer y cuando se quedó ciego se dedicó a recordar sus lecturas como si estuviera en una celda vacía que sólo se abría hacia adentro.

Hemingway no encaja en ninguno de los dos modelos. Él es la furia, el ímpetu y el coraje al borde del abismo pero siempre bajo un control que sólo hace posible la disciplina. Su lenguaje mesurado y sobrio es una manifestación de la vigilancia que ejercía sobre su vida y su escritura. Sus fotos no evocan la marginalidad que suelen evocar las de otros escritores importantes del siglo XX. No inspiran la debilidad enfermiza que se puede ver en las orejas afiladas y el mentón estrecho de Kafka, ni la gracia triste de payaso de Thomas Mann.

La mirada de Hemingway es segura, noble y atractiva. Si se piensa en las íconos del siglo pasado, la figura de Fidel Castro es una de las más imponentes. Pero el respeto que infunde un Castro alto y barbado en uniforme militar dispuesto a desafiar la autoridad de la potencia dominante palidece al posar en los años 60 junto a un Hemingway al que los años sólo le hicieron los ojos más profundos.

Hoy no parece haber muchos escritores con ganas de posar de dandis o malditos y, salvo por la tendencia al blazer con bluyín, la mayoría de escritores jóvenes podría pasar por cualquier otra cosa. Tampoco parecen pasar demasiado tiempo rodeados de libros en frenesí de lectores incansables. Me los imagino más bien leyendo un par de capítulos de algún libro por la tarde y luego saliendo a caminar hasta algún restaurante con su pareja o algún amigo. Dan la impresión de hacer en sus ratos libres lo mismo que el resto de la gente: ver películas, tomar cerveza en bares y jugar fútbol. Se supone que eso está bien. Lo importante de un escritor son sus libros y su vida debería ser irrelevante. Pero la lectura se disfruta más si el autor es atractivo también como persona. Así es más fácil releerlo y aprender de sus mejores pasajes. Esto es aún más cierto con Hemingway. Después de leerlo, queremos ser como él. Nos gustaría haber peleado en la Primera Guerra Mundial y habernos unido a las fuerzas republicanas para combatir a Franco. Queremos ser amados por bellas mujeres de carácter fuerte y sobre todo escribir bien sobre la guerra. Una lectura de Hemingway renueva la dignidad y las ganas de hacer algo con el tiempo.

Se especula que se suicidó cuando la edad lo hizo impotente. No es difícil entender que alguien como él que siempre se ufanó de su virilidad y su actitud temeraria terminara por matarse al sentirse envejecer. Pero no lo vemos arrastrado a la locura por la desesperación y disparando la escopeta en un arrebato momentáneo. Más bien nos lo imaginamos fumando con calma el último tabaco en la sala de su casa mientras oye a Louis Armstrong y piensa en el mar de Cuba. Está decepcionado pero no deprimido. Dispara la primera vez y no ocurre nada. Sonríe y piensa que no siempre es uno quien decide sobre su vida. Pero vuelve a intentarlo, esta vez con éxito. No me atraen los poetas malditos ni los escritores que se pasaron la vida metidos en una biblioteca. Prefiero la vida de Hemingway y su esfuerzo continuo para lograr una buena escritura. Sus libros son una buena manera de recordarse que la disciplina y el arrojo son la única manera de correr al borde del abismo y no caerse. Aunque a veces haya que tirarse.

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